LA NAVIDAD DE GRECCIO CELEBRADA POR SAN FRANCISCO

 
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Relato de Tomás de Celano (1 Cel 84-87)
 
Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo Francisco
tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de
nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan,
de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba
con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la
nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes
de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo
con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor,
date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar
la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera
con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre
y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre
bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo
le había indicado.
Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares;
hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus
posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella
centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y,
viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró.
Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno.
Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad,
y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día,
noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y,
ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces
y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas
del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios
está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad,
derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre
y el sacerdote goza de singular consolación.
El santo de Dios viste los ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora
canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada,
invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste,
y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén
dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús,
encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem»
como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección.
Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios
como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.
Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso tiene
una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre;
se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño.
No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido
en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco,
y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne
vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.
Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó
su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales.
Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían
diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias.
Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno,
dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos:
con tal medio obtienen la curación de diversos males.
El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre
Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que,
donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo,
para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado,
Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y
que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso
por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya.
Relato de San Buenaventura (LM 10,7)
Tres años antes de su muerte se dispuso Francisco a celebrar en el castro de Greccio,
con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de
excitar la devoción de los fieles.
Mas para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes
licencia al sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno
correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno.
Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces, y aquella noche bendita,
esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza,
se convierte en esplendorosa y solemne.
El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas
y el corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la misa solemne, en la que
Francisco, levita de Cristo, canta el santo evangelio. Predica después al pueblo allí presente
sobre el nacimiento del Rey pobre, y cuando quiere nombrarlo -transido de ternura y amor-,
lo llama «Niño de Bethlehem».
Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad: el señor Juan de Greccio,
quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al varón de Dios
una entrañable amistad. Aseguró este caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño
extraordinariamente hermoso, al que, estrechando entre sus brazos el bienaventurado padre
Francisco, parecía querer despertarlo del sueño.
Dicha visión del devoto caballero es digna de crédito no sólo por la santidad del testigo,
sino también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad por los milagros que siguieron.
Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por las gentes del mundo, es como un
despertador de los corazones dormidos en la fe de Cristo, y el heno del pesebre, guardado
por el pueblo, se convirtió en milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo
eficaz para alejar otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su siervo y con
evidentes y admirables prodigios demostraba la eficacia de su santa oración.
 

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