queridos hermanos y hermanas
Hoy, Miércoles de Ceniza, comenzamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que
se extiende por cuarenta días y nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la
victoria de la vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima tradición romana
de las stationes cuaresmales, nos hemos reunido para la
celebración de la Eucaristía. Esta tradición establece que la primera
estación tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina, sobre la colina del
Aventino. Las circunstancias han aconsejado que nos reunamos en la Basílica
Vaticana. Somos un gran número en torno a la tumba del apóstol Pedro, para
pedirle también su intercesión para el camino de la Iglesia en este momento
particular, renovando nuestra fe en el Supremo Pastor, Cristo el Señor. Para mí,
es una ocasión propicia para agradecer a todos, especialmente a los fieles de la
Diócesis de Roma, al disponerme a concluir el ministerio petrino, y para pedir
un recuerdo particular en la oración.
Las lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen algunos puntos que, con la
gracia de Dios, estamos llamados a convertirlos en actitudes y comportamientos
concretos en esta cuaresma. La Iglesia nos propone de nuevo, en primer lugar, la
vehemente llamada que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice el
Señor: convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto» (2,12).
Hay que subrayar la expresión «de todo corazón», que significa desde el centro
de nuestros pensamientos y sentimientos, desde la raíz de nuestras decisiones,
elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. ¿Pero, es
posible este retorno a Dios? Sí, porque existe una fuerza que no reside en
nuestro corazón, sino que brota del mismo corazón de Dios. Es la fuerza de su
misericordia. Continúa el profeta: «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es
compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente
de las amenazas» (v. 13). El retorno al Señor es posible por la ‘gracia’, porque
es obra de Dios y fruto de la fe que ponemos en su misericordia. Este volver a
Dios solamente llega a ser una realidad concreta en nuestra vida cuando la
gracia del Señor penetra en nuestro interior y lo remueve dándonos la fuerza de
«rasgar el corazón». Una vez más, el profeta nos transmite de parte de Dios
estas palabras: «Rasgad los corazones y no las vestiduras» (v. 13). En efecto,
también hoy muchos están dispuestos a «rasgarse las vestiduras» ante escándalos
e injusticias, cometidos naturalmente por otros, pero pocos parecen dispuestos a
obrar sobre el propio «corazón», sobre la propia conciencia y las intenciones,
dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.
Aquel «convertíos a mí de todo corazón», es además una llamada que no solo se
dirige al individuo, sino también a la comunidad. Hemos escuchado en la primera
lectura: «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión.
Congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos. Congregad a
muchachos y niños de pecho. Salga el esposo de la alcoba, la esposa del tálamo»
(vv. 15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la
vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios dispersos»
(Jn 11,52). El “nosotros” de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús
nos reúne (cf. Jn 12,32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es
importante recordarlo y vivirlo en este tiempo de cuaresma: que cada uno sea
consciente de que el camino penitencial no se afronta en solitario, sino junto a
tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.
El profeta, por último, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los
cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: «No
entregues tu heredad al oprobio, no la dominen los gentiles; no se diga entre
las naciones: ¿Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar
sobre la importancia del testimonio de fe y vida cristiana de cada uno de
nosotros y de nuestras comunidades para mostrar el rostro de la Iglesia y de
cómo en ocasiones este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las
culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial.
Vivir la cuaresma en una más intensa y evidente comunión eclesial, superando
individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están
lejos de la fe o son indiferentes.
«Ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación» (2 Cor 6,2).
Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para
nosotros con una urgencia que no admite abandonos o apatías. El término «ahora»,
que se repite varias veces, nos indica que no se puede desperdiciar este
momento, que se nos ofrece como una ocasión única e irrepetible. Y la mirada del
Apóstol se centra sobre la forma en que Cristo ha querido caracterizar su
existencia como un compartir, asumiendo todo lo humano hasta el punto de cargar
con el pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: «Dios lo hizo
expiación por nuestro pecado». Jesús, el inocente, el Santo, «que no había
pecado» (2 Cor 5,21), cargó con el peso del pecado compartiendo con la
humanidad la consecuencia de la muerte y de una muerte de cruz. La
reconciliación que se nos ofrece ha tenido un altísimo precio, el de la cruz
levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En este
descenso de Dios en el sufrimiento humano y en el abismo del mal está la raíz de
nuestra justificación. El «retornar a Dios con todo el corazón» de nuestro
camino cuaresmal pasa a través de la cruz, del seguir a Cristo por el camino que
conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino por el que cada día
aprendemos a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestra cerrazón, para
acoger a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo nos recuerda que el
anuncio de la Cruz resuena gracias a la predicación de la Palabra, de la que el
mismo Apóstol es embajador; un llamamiento a que este camino cuaresmal se
caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que
ilumina nuestros pasos.
En el texto del Evangelio de Mateo, que pertenece al denominado Sermón de la
Montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la ley
mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicaciones
tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «retornar
a Dios con todo el corazón». Pero lo que Jesús subraya es que lo que caracteriza
la autenticidad de todo gesto religioso es la calidad y la verdad de la relación
con Dios. Por esto denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que
quiere aparentar, las actitudes que buscan el aplauso y la aprobación. El
verdadero discípulo no sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la
sencillez y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo escondido, te
recompensará» (Mt 6, 4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más
eficaz cuanto menos busquemos nuestra propia gloria y seamos conscientes de que
la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a él, aquí abajo, en el
camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara
a cara con él para siempre (cf. 1 Cor 13,12).
Queridos hermanos y hermanas, iniciamos confiados y alegres el itinerario
cuaresmal. Escuchemos con atención la invitación a la conversión, a «retornar a
Dios con todo el corazón», acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con
aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Que
ninguno de nosotros sea sordo a esta llamada, que nos viene también del austero
rito, tan simple y al mismo tiempo tan sugerente, de la imposición de la ceniza,
que dentro de poco realizaremos. Que nos acompañe en este tiempo la Virgen
María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor.
Amén.
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Vaticana
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